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LAS VÍCTIMAS SICOLÓGICAS

lunes, 3 de noviembre de 2008

 

LAS VÍCTIMAS PSICOLÓGICAS
Por Hugo Betancur (Médico)
Las personas que se comportan como víctimas habituales adoptan un papel o un rol que es todo un montaje de actuación dirigido a un fin: mostrarse desvalidas, atropelladas por otros, abandonadas a su cruel destino. A cambio esperan recibir atenciones, compasión y solidaridad en los juicios que han establecido contra aquellos a quienes acusan. Ellas deben ganar en este juego y otros deben perder y ser culpados.
Estas víctimas sicológicas tuercen la realidad hacia un extremo de la vida donde tienden a apropiarse de las situaciones experimentadas parcialmente en sus relaciones o adaptadas a su propósito de indefensión aumentándolas exageradamente o interpretándolas como dirigidas contra ellas por otros.
Es fenómeno común en la convivencia humana que cometamos equivocaciones o que afectemos negativamente a otros en nuestras interrelaciones –por nuestra ignorancia, nuestras limitaciones y quizá por nuestro egoísmo inconsciente o nuestra irreflexividad frente a las necesidades del momento o a las expectativas de quienes están cerca de nosotros. Todos cometemos errores, algunos imperceptibles y otros enormes; a veces aprendemos de estos, lo que nos fortalece y nos permite enriquecer las existencias de otros una vez los trascendemos.
He descubierto como una constante en mi trabajo con mis pacientes en su entorno, que la mayoría de los comportamientos o acciones que ellos perciben como dirigidos a causarles daño no tenían ese propósito de parte de quien acusan como victimario o como culpable.
He logrado dialogar con las dos partes involucradas y he encontrado que sus actos correspondieron a manifestaciones inevitables establecidas por las condiciones de sus personalidades y por las condiciones del momento. Llueve y escampa en el tiempo propicio, y la vida pocas veces se acomoda estrictamente a nuestros ideales, esperanzas o exigencias, por lo que atribuir a otros culpas por lo que nos pasa o repetir que provienen de un azar desventurado parece un poco arbitrario y selectivo.
Probablemente las personas que las víctimas identifican y rotulan como victimarios tienen también extraordinarias cualidades y logros, no solo respecto a ellas sino también como atributos constantes en su historia. Las víctimas prefieren enfocarse en sus rasgos negativos, o en sus defectos, o en sus flaquezas para conformar ante sus allegados un imagen propia de martirizadas y ultrajadas mientras los supuestos victimarios asumen la de insensibles e injustos.
Lo incómodo de este drama es que va adquiriendo dimensiones desproporcionadas. Las personas que lo ejecutan escogen el lado oscuro de su emotividad y de su personalidad –y también de la de otros-, y se refugian en un sentimentalismo vano y acusador –parecen decir a quienes las desaíran "ya que no haces lo que exijo de ti, me vengaré haciéndote quedar mal con todo el que quiera oírme". Ese supuesto sentimentalismo que expresan no es más que sensibilería o sentimentalismo retorcido, una distorsión de los eventos atravesados para utilizarlos a su amaño y sin contemplar los perjuicios que causan, algo tan incontenible como que alguien tire una colilla de cigarrillo prendida en un depósito de algodón, y que para colmo se quede allí esperando a ver que pasará.
Todos podemos ocasionalmente sentirnos víctimas de algo o alguien, como un hecho aislado, no acumulativo, lo que siempre es una interpretación subjetiva. Lo normal es que superemos esa dolorosa percepción y que sigamos viendo la bondad de la existencia.
Las personas que se enrolan como víctimas suelen ser rápidas y poco prudentes en sus juicios contra otros a quienes rechazan. Por lo común, no corrigen sus desaciertos ni reparan las injusticias que cometen, por lo que no fluyen con el movimiento dinámico de sus sentimientos y quedan en deuda.
Algunas personas pueden representar un "montón de imperfecciones y fallas" –así suelen describirlas quienes se proclaman como sus víctimas-, y la relación con ellas puede ser altamente caótica y violenta para quienes las estigmatizan o definen así, lo que hace imposible que las partes involucradas interactúen en armonía.
Si efectivamente predomina la expresión negativa, destructiva, opresora ejercida por uno de los implicados y no por el otro –lo que nos lleva a considerarlo como antisocial- , los comportamientos deben ser modificados y las personas pueden pedir intervención legal para resolver las situaciones con cambios, no evadiéndolas al refugiarse en sus lamentos y en las intrigas que buscan la compasión y la complicidad encubridora de quienes les rodean.
Si no logran estos cambios, la relación se tornará cada vez más tormentosa y deberá ser disuelta.
Las víctimas habitualmente rompen las relaciones sin establecer las modificaciones necesarias y sin comprender que sus propias acciones fueron inadecuadas y que contribuyeron a crear las crisis que han percibido como exclusivas de los demás: ellas hacen un juicio oportunista que las exime de responsabilidad y las hace aparecer como inocentes a los ojos de quienes han atendido ingenuamente sus quejas como algo real.
Si inician nuevas relaciones, sus rasgos seguirán presentes y volverán a armar la misma trama; se involucrarán en un drama igualmente desolador, y muy fructífero para producir confusión; es algo así como que se convierten en un imán que atrae tanto dificultades como personalidades inmaduras con las que fácilmente recrean sus tragedias.
Es fácil identificar a las víctimas:
De una manera constante, no son felices. Algo delata la martirizada posición que han elegido.
Son adictas a las quejas. Son disociadoras y llevan su malestar a los ambientes en que se desenvuelven.
Han escogido algunos personajes allegados como representativos y se ensañan contra ellos. Les achacan fracasos de sus historias, y a veces las más destacadas o absurdas contrariedades. Una de mis pacientes le atribuía su pre-eclampsia y su cesárea muy temprana a la forma de ser de su marido; otra aseguraba que gracias al suyo desconocía lo que era un orgasmo en sus casi veinte años de matrimonio; un hombre de la tercera edad se lamentaba de que por haberse casado con su monótona esposa actual había perdido el rastro de la mujer de sus sueños; otros y otras acusan o culpan a sus cónyuges de haberlos obligado -por abandono o insatisfacción- a programar astuta y ocultamente encuentros "románticos" que culminaron en actos de sexo consentidos y decepcionantes, y aseguran que con estos buscaban "definirse a sí mismos" -con la evasión complaciente a través de la infidelidad o el adulterio- (la mayoría sólo se echaron encima una carga más al no lograr, en los espejismos de la pasión, que su confidente del momento les correspondiera o les ofreciera un compromiso de relación especial -los amante o las amante que escogieron solo buscaban aventuras y placer, pues nadie quiere relaciones duraderas y sólidas con personas casadas y ya entradas en años-); cuando las parejas envejecen, acusan a sus cónyuges por la extinción de su virilidad, o de su feminidad, o por su desinterés sexual hacia ellas (para defender su retiro forzado, el acusado o la acusada argumentan que la contraparte "seca un papayo a cantaleta" y que eso ha apagado su sensualidad)…
Las víctimas agregan todos los días nuevos aportes a su retrato de una vida llena de pesares y amarguras, que parecen exhibir como su más preciado trofeo. Por contraste, pueden tener actividades que les permiten revestirse de algún aliciente o motivación compensadora, pero tan extremado en notoriedad positiva como el sacrificio amargo que ellas protagonizan ante el mundo: alcanzan éxito en sus profesiones y actividades mientras fingen una derrota tortuosa en sus nexos particulares.
También el lenguaje las delata
Las victimas utilizan un lenguaje demoledor contra sus imaginarios o probados torturadores: él/ella siempre…; él/ella nunca; se lo he reclamado cincuenta mil veces (y fue solo una decena); hace años que le vengo diciendo lo mismo ( y lo que aluden es reciente); yo contigo/con él/con ella no cuento para nada (y le han ocupado una buena parte de su vida); yo para ti soy un cero a la izquierda; en mi casa nadie me tiene en cuenta; esta casa se está cayendo del desorden ( o de la suciedad, o del mal olor, o de…); tú nunca me has querido (y los álbumes familiares muestran con abundancia de detalles los momentos compartidos con sincera satisfacción –al menos sus rostros lo recuerdan en las fotografías-); sólo me buscas el lado cuando quieres… (sexo, o comida, o dinero, o…); te he soportado toda la vida… (posiblemente quieren decir desde que se encontraron por primera vez, ¡qué sufrimiento!); a ti solo te interesa… (cualquier cosa en particular y no todo lo que la otra persona realiza); el/ella no hace nada o no sirve para nada (comentarios fatales que retratan muy pobremente a quienes los lanzan)…
Y necesariamente las víctimas deben recurrir a médicos o a diversos terapeutas para pedir asistencia. Sus consultores preferidos son aquellos que les refuerzan sus condiciones de maltratadas y les prescriben tratamientos o píldoras "mágicas" para mantenerlas en actividad, sin exigirles cambios en sus conductas y comportamientos –muchas veces estos profesionales ignoran sistemáticamente el modo de vida de sus pacientes (en ocasiones parecen no creer que las relaciones hayan llegado a un grado de deterioro enfermizo que el paciente no logra superar debido a sus propias rutinas devastadoras y a su insistencia en sentirse infeliz).
Los cambios en la vida son necesarios cuando la depresión nos acosa. Lo vemos en nuestros trastornos de apetito y de sueño, en la fatiga reiterada, en lo cargados que nos sentimos. A veces asoman la tristeza, el temor, la incertidumbre a nuestros rostros. Algo que persiste debe ser removido para que podamos disfrutar la exuberancia de la vida y perdonar las culpas que impusimos contra otros porque no pudieron actuar con sabiduría y generosidad en algunos momentos infortunados de su pasado.
Hugo Betancur

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